miércoles, 18 de julio de 2007

La berenjena catalana

Conversaba con Germán y, cosas de la vida, nos preguntamos de dónde venía la palabra berenjena. Germán me dijo que era de origen árabe y yo le dije puede ser. Así que por supuesto fuimos a echar un ojo al al Tomo I del Diccionario de la Real Academia Española:

BERENJENA.
(Del ár. hisp. badingána, este del ár. clás. bādingānah, y este del persa bātingān).
1. f. Planta anual de la familia de las Solanáceas, de cuatro a seis decímetros de altura, ramosa, con hojas grandes, aovadas, de color verde, casi cubiertas de un polvillo blanco y llenas de aguijones, flores grandes y de color morado, y fruto aovado, de diez a doce centímetros de largo, cubierto por una película morada y lleno de una pulpa blanca dentro de la cual están las semillas.2. f. Fruto de esta planta.
~ catalana.
1. f. Variedad de la común, cuyo fruto es casi cilíndrico y de color morado muy oscuro.

- Yo sabía que era árabe... - dijo Germán.
- Sí, es árabe - concluí -, pero... un momento. Aquí hablan de una berenjena catalana. ¿Alguna vez has visto una berenjena catalana?

Germán, que nació en Sant Andreu y se autodefine como un charnego acatalanado, pensó un rato y luego me contestó que no. Corrimos a la computadora y buscamos en Google, y como ocurre en las historias de Jonas Marinel, lo único que encontramos fue la definición del DRAE que acabábamos de leer en la edición impresa. Encima, tampoco hay fotos en Google ni en ningún lado. Y para resumir: no hay nada de nada, únicamente hay recetas de platos catalanes preparados con berenjenas comunes y corrientes que pudieron haberse cultivado en Montevideo. El detalle, claro está, es que seguramente la berenjena que se come en toda España es, nada más y nada menos, que la berenjena catalana, pero nadie sabe que se llama así...

- ¿Te das cuenta de lo que puede ocurrir si este descubrimiento cae en las manos equivocadas? - dijo Germán preocupado. Los independentistas catalanes podrían tener un nuevo símbolo, pero  si se descuidan, los nacionalistas españoles podrían apropiarse de él sin ningún problema... Por un lado escucharíamos: Una albergínia, una nació... Y por el otro: Una berenjena, grande y libre... 
- Mierda. Nos tocará vivir dentro de una samfaina...
- Quizás - respondió Germán encendiéndose un cigarrillo -. Pero ahora... lo mejor es que salgamos de este berenjenal. Olvidémonos del tema y tú te ocupas de que nadie se entere.
- ¿Yo? ¿Y cómo hago eso?
- Muy sencillo. Publícalo en tu blog.



viernes, 13 de julio de 2007

Desde los balcones

Esta mañana salí de casa y subí por la carrer Sant Pere Mártir para ir hasta la estación del ferrocarril. Venía bastante distraído y justo cuando llegué al cruce con carrer Jesús me encontré con una anciana que parecía un esqueleto recién sacado de una lavadora. Miraba hacia los balcones de un edificio y gritaba: ¡Asesinos! ¡Asesinos!


No entendí nada, pero me asusté lo suficiente como para observar los balcones que veía la vieja y darme cuenta de que estaban totalmente desiertos. Sin esforzarme mucho aceleré el paso para acercarme a ella y de pronto lo vi en el suelo. Allí tirado, a mitad de la calle, había un conejo blanco con las orejas negras, tan gordo que era espantoso. Sus ojos no tenían mirada y su imagen, tan blanca e imposible sobre el cemento, me detuvo en seco. Tenía unas uñas larguísimas y muy finas, casi deformes, que indicaban que en toda su vida de conejo no se había movido de una jaula. Su cabeza era grandísima y su panza descomunal, e impresionaba el hecho de que no había sangre ni nada a su alrededor. Sencillamente estaba muerto como una gran bola de algodón abandonada en la acera. Y mi mente, como cualquier mente, buscó una explicación: en Barcelona cuando llega el verano la gente abandona a los animales o los lanza por el balcón porque no tiene con quién dejarlos al irse de vacaciones. De acuerdo, yo había escuchado que lanzaban pájaros, gatos o tortugas porque suelen sobrevivir a la caída. Pero coño, ¿a qué hijo de puta se le ocurre lanzar un conejo? Levanté los ojos y vi que por carrer Jesús aparecían dos obreros caminando que también se detuvieron al escuchar a la vieja, que maldita sea, seguía gritando como una loca: ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Los obreros se rieron de la anciana, vieron al conejo en el suelo y luego me observaron extrañados. Decidí aliviar la situación y no se me ocurrió otra cosa sino soltar una interpretación optimista:
- Cálmese señora, seguro que el conejo saltó y sin querer se cayó desde algún balcón.
- ¿Pero qué dices? – me gritó llena de rabia y dejando ver su dentadura postiza- ¡Ese conejo no se cayó!¡A ese conejo lo lanzaron desde un balcón, y si me cae en la cabeza me hubiera matado!¡Estoy viva de milagro!¡Asesinos!¡Asesinos!

No supe qué responder y no había ni parpadeado cuando los dos obreros ya estaban de pie junto al conejo. Uno de ellos se agachó y en ese momento el conejo tembló, tuvo un espasmo o algo parecido y la vieja volvió a gritar mirando los balcones, no sé, dijo algo que no entendí, y se dio la vuelta y se alejó por carrer Jesús. Entonces el obrero cogió al conejo por la cabeza y le partió el cuello como un profesional. Luego levantó el conejo por las orejas, lo metió en la mochila que llevaba su compañero y ambos siguieron tranquilamente su camino en dirección contraria a la vieja.

Toda esta escena duró un minuto y medio o quizás, menos.

Quedarme solo en la calle fue lo único que pude hacer.

martes, 10 de julio de 2007

Cuando fui telonero

Hoy en clase de francés el profesor nos hizo escuchar la historia de una chica llamada Juliette, cuyo trabajo consiste en ser una “rieuse professionelle”. En otras palabras, a Juliette le pagan por estar sentada en medio del público y reírse en los espectáculos. Cuando ella ríe como una niña a la que todavía no le han enseñado a dibujar casitas, todo el mundo se contagia y empieza a reir y de pronto, la función es comiquísima. Su trabajo es tan viejo como el teatro pero, vamos, eso a nadie le importa. Y menos importa el hecho de que debe permanecer discreta a pesar de llamar la atención, pues si se hace famosa y el público la reconoce perderá su empleo y por ello debe esconderse en el transcurso de las giras. Juliette hace natación, no fuma ni bebe, hace ejercicios de respiración y acude a clases de canto lírico para reír mejor cada día, porque Juliette, ya lo he dicho, es una profesional y no quiere que la comparen con las risas grabadas de la tele.

Al salir de la clase recordé que hace años en Caracas un grupo de teatro húngaro nos pidió, a Juan Cristobal y a mí, que les diéramos una mano en una función que daban en la Hermandad Gallega. La obra se llamaba “La Danza de la muerte” y era una reinterpretación libre de un poema medieval húngaro. Nos hicieron una prueba y como Juan Cristobal reía mejor que yo, a él le tocó ser Juliette y a mí me tocó abrir y cerrar el telón. Yo estaba contentísimo porque la palabra “telonero” siempre me ha parecido muy digna, y Juan Cristobal estaba feliz pues sólo tenía que reir dos veces a lo largo de la función. La verdad es que para dos personas que no sabían nada de teatro éste parecía un buen comienzo, pero obviamente Juan Cristobal se rió a destiempo la primera vez, y la segunda lo hizo tan mal que la gente lo mandó a callar. Y luego yo, al finalizar la obra, estaba tan emocionado que comencé a aplaudir como un loco y se me olvidó cerrar el telón. Después de un minuto a los actores ya les dolía la espalda de tanto hacer reverencias y el público seguía aplaudiendo, supongo, porque los actores hacían las reverencias muy bien. Entonces la muerte, es decir, el actor principal que llevaba una máscara de calavera, me miró, alzó el puño y me amenazó con rabia. Cogí la manivela, la hice girar como un bestia y cerré el telón tan rápido que los actores no tuvieron tiempo de retroceder y se quedaron delante del público. Y como no iba a esperar a toparme con aquella muerte húngara, me fui corriendo por la puerta trasera y me encontré en la calle con Juan Cristobal, que ahora se reía muy bien, pero de nervios, y no paraba de decir: la cagamos Juancito, la cagamos como unos campeones…

Así terminó nuestra carrera teatral. Pero al menos, hoy nos queda el consuelo de haber sido unos profesionales en el difícil arte de cagarla con estilo en una noche de estreno.