jueves, 29 de enero de 2009

Mi patria

Salí del baño con la toalla amarrada a la cintura y me dirigí a la silla sobre la cual había dejado mi ropa. Saqué el reloj que guardaba en el bolsillo de la chaqueta y dije:

- Mierda.

Eran las 5 y 35 de la tarde. Hora en la que llegaría mi contacto.

Sonó el timbre y me dirigí a la puerta.

- ¿Quién es?
- El abuelito del quinto piso.
- ¿Qué quiere? ¿Una taza de azúcar?
- No. Traigo un disco de Los Zombies.
- ¿Para reír o para llorar?
- Lo siento. Soy sordo.

Abrí la puerta y allí estaba Hans, el perro salchicha que habla. Entró caminando con sus inmensas piernas que parecían zancos de segunda mano.

- Lo siento. Creo que me han seguido.
- ¿Tú eres medio guevón o qué? Si te siguieron, ¿porque has venido? Toda la misión se irá al carajo…

Hans se dirigió a la ventana y encendió un cigarrillo. Me acerqué a su lado, eché un vistazo sobre Caracas y comprobé, una vez más, que parecía una construcción de lego hecha por un niño tarado.

- Habla Hans, si no quieres que te tire por la ventana.
- Se ha descubierto otra cosa… No tiene nada que ver con lo que estamos buscando…
- Hans, no te hagas el venezolano. Quiero que hables como un perro salchicha alemán, directo y al grano.
- Sabes que se dice que han muerto algunos niños que se han lanzado desde sus balcones, con una toalla amarrada al cuello, porque se creían Superman y pensaban que podían volar...
- Sí, lo sé.
- Pues es mentira. Esos niños no han muerto. Por alguna extraña razón, los niños venezolanos que se amarran una toalla al cuello pueden volar.
- Claro. ¿Y a dónde se han ido volando?

Hans abrió la boca para responder pero se escuchó una explosión y un tiro de escopeta atravesó la puerta y le arrancó la cabeza.

Me quité la toalla de la cintura, me la amarré al cuello y salté por la ventana...

¿Fue Baudelaire el que dijo “mi patria es mi infancia?



jueves, 15 de enero de 2009

Shalom

Tendría que tomar un avión, bajarme en Tel Aviv, caminar tranquilamente por los pasillos del aeropuerto hasta llegar al puesto de los oficiales de inmigración israelíes y decirles:

- Hola. Me llamo Juan Ignacio. Nací y crecí en San Bernardino, antiguo barrio judío de Caracas. Cuando fui al Bar Mitzvá de mi vecino David comí tantos dulces que pasé dos días enfermo con fiebre... También resulta que las señoras judías del barrio siempre se colaban en la fila para pagar en la frutería, así que yo aprovechaba sus descuidos para meterles cucarachas dentro las bolsas de la compra... Y cada vez que me bajaba del autobús me cruzaba con el mismo rabino, uno chiquitico y narizón, al que siempre saludaba diciéndole: ¿Que pasó Barbapapá?, y el rabino a veces se enfadaba y otras veces se cagaba de risa... Y durante años robé pastelitos en la panadería kosher del barrio, hasta que descubrí que el panadero y la panadera siempre lo habían sabido y simplemente dejaban que los robara... Y además me gustan las películas de los hermanos Coen y en fin, vengo de visita y no tengo visado. Así que con permiso...

- Por supuesto, pase usted. - me responderían los oficiales de inmigración.


- Gracias - Diría yo y saldría del aeropuerto. Allí tomaría un taxi y le diría al chofer que me llevara hasta el centro de Jerusalem. Una vez allí, descubriría que no tengo dinero, bajaría del taxi y mientras cierro la puerta, me despediría del taxista diciéndole:

- ¡Que Dios se lo pague!

Y el taxista sacaría la cabeza por la ventana del carro y me gritaría:

- ¡Gracias! ¡Y yo te deseo que nunca trabajes en política!

Y conmovido por sus palabras, me dejaría perder por las calles del centro. Caminando, caminando, caminando hasta que de pronto me encontrara con El Muro de las Lamentaciones. Frente a él, abriría los ojos y observaría los miles de papeles y cartas que se acumulan entre sus grietas y sólo podría decir:


- ¡Dios mío!

Y después, poco a poco, acercaría mi oído a las piedras del Muro.

Y escucharía.